¿Eran conejos o burros? Conejos. No hay dudas de eso. La longitud de las orejas se proyectaba en el verde gastado de la pared de la puesta en escena. La representación teatral detrás del batón y los trajes oscuros, se mezcla con las risas que esconden tragedia. Del lado del proyector, el ojo humano se esfuerza por dividir en su retina la realidad de la no realidad. Lo real de lo ficcional. Lo asible de lo inasible. Lo que está plasmado con vehemencia y aquello que se pierde con el viento helado. Durante la primera hora, uno hace el esfuerzo por hallar racionalidad allí donde no hay. Una búsqueda de racionalidad en un camino que se asemeja al de los sueños. Sin linealidades, donde el tiempo se fuga y se sumerge en extensas digresiones. Espacios híbridos que merodean la oscuridad de lo tormentoso, el terror y lo tortuoso. Y luminosidades… como una vela encendida que alumbra el rostro de la pequeña muerte. Ella se exhibe al lado de la más absoluta banalidad. La rubia está por morir. Ellos lo saben, la ven morir, pero la vida sigue. La mortalidad pierde su aura sagrada, frente al diálogo trivial que mira a Hoollywood desde el asiento trasero de un colectivo.