Wednesday, December 21, 2005

Nuestra rayuela


Me miro en vos. Te respiro como la primera vez, con fuerza. No me alcanza el aliento.

Me enrosco en tu cuerpo, me pierdo, y me gusta.

Elijo enamorarme de vos como Horacio y La Maga.

Quiero jugar este juego con vos, como una rayuela. No cualquiera, sino nuestra rayuela, donde no importa qué viene primero, si la tierra o el cielo... La piedra no siempre caerá dentro de los casilleros marcados con tiza en el pavimento, como uno quisiera. Pero uno lo sabe, y acepta las reglas.
Una vez salimos por separado a encontrarnos, y nos encontramos. Y aquí estamos... perdiéndonos por las calles, enterrando paraguas rotos en alguna plaza, guardando los recuerdos como polaroids, riéndonos como niños, soñándonos, llorando juntos (sin importar que los vidrios se pongan húmedos...)


No hay nada más revolucionario que el amor... es cierto

I


Las turbinas pasan por entre las nubes,
No lo veo, pero lo siento en mis oídos
Caminata hacia el fin del corredor
El viento sopla con mayor fuerza
Las líneas de un texto se fugan en una mirada perdida
Deseos de no despertar,
De tocar el agua con los brazos
De pedalear hasta el infinito

II

Bajan las aguas, el aire pesa
La piel brilla y los zapatos se adhieren al piso
Cómo no dejarme llevar hacia allá...

Hoy vi la nada
Tierra y río eran lo mismo
Sólo viento, sólo silencio
Sólo yo y mis pensamientos, inquietos, como queriendo salir de la oscuridad que todo calla
Deseo dejar de pensar,
Que la nada se adueñe del todo




Las flores del sur

Cómo no perderse en la huella
Cómo continuar a paso de hombre sobre la ladera
El aire se ha tornado ajeno, también el ambiente
¿Dónde se siente la luz?

La vida es un arrojo al mundo
Cada vez el dasein se acerca más
Esa posibilidad del ser auténtico siempre está presente



Acaso las palabras debieran fluir como un mar, un río
Acabar con la coherencia, para arribar al universo de lo verdadero

Veo cielos inundados de estrellas
Deseo estar sobre el pasto fresco, recostada
Sentir tu olor, tu cuerpo, tu respiración
Hundirme en tus labios, en tu pecho
Pasear con la mirada hasta allá, no acá

Quiero seguir pensando que es posible vomitar conejitos por la mañana
Que se pueden enterrar mil paraguas
Que los cosmopistas podemos ser nosotros perdidos en las montañas
Con la cámara, las mochilas, la comida necesaria
Con lo puesto
Con lo nuestro
Amándonos entre los cerros, en algún camino, junto a un lago, o junto al fuego




La habitación y yo



Una noche estaba la habitación y yo. Acomodada sobre un rincón de la pieza, en penumbras, con la tenue luz de la luna.
Puse el cassette número uno en el grabador y las palabras empezaron a emerger como desde otro tiempo, otro lugar.
Desde ese otro tiempo y espacio él me invitaba a beber un trago, fumar un cigarrillo, tomar un café caliente. Me incitaba a imaginar interlocutores válidos que pudieran escuchar mis palabras, que por esas horas estaban huérfanas de oídos.
Buenos Aires se fundía de modo confuso con un París húmedo, pequeño, sucio y hermoso, con aires nocturnos y olor a sábanas gastadas. Mi habitación podría haber sido cualquier otra. Con libros debajo de la cama, discos de Charlie Parker, hojas, diarios, revistas viejas...



Ya casi cuando el cassette llegaba al final del lado A, caminé hasta el alfeizer y me asomé por la ventana. Encendí un cigarrillo. El humo elegía golpearse con las estrellas y la luna. Las palabras continuaban su trayecto. Me caigo y me levanto, un helado de vainilla con un bizcochito, mi hermana la mayor, un tranvía que chirriaba... me gustaba ese acento afrancesado. Había una musicalidad, un tono, una poética que me atraía hasta lo más hondo. Una adolescencia cargada del más absoluto platonismo...


Ana y Antonio. La historia de dos personas. Encuentros desencontrados y desencuentros encontrados.

Su primer encuentro fue casual. Ella estaba sentada en un banco de la plaza de Coghlan. Él iba camino a la casa de su novia, cuyo departamento estaba del otro lado de la estación. Ana estaba leyendo la primera hoja de “El espantapájaros”. Antonio intentaba imaginarse a esa mujer que tan bien había descrito Baudelaire en “Las flores del mal”.
El segundo encuentro fortuito ocurrió en el subte. Ana iba parada, con una mano sobre la estructura de metal y la otra sobre la tapa de la revista Barcelona. Girondo se había retirado en agosto, y con el comienzo de la primavera llegaban otras lecturas. Del otro lado del vagón estaba Antonio, quien había pasado del mal de las flores a la artificialidad de los paraísos.


Pasaron algo así como tres años, unos cuantos meses y algunos días para que Ana y Antonio volvieran a sentirse pasar por las calles de la ciudad.
Era jueves, una tarde de otoño. Hojas secas de árboles caídos, paraguas amenazantes para la pobre gente que intentaba caminar por la vereda céntrica, lluvia espesa y viento implacable.
Antonio había planeado encontrarse en el cine con su novia, pero ésta nunca llegó. Ana, en cambio, había decidido ir sola. La sala del Malba estaba casi vacía, apenas unas diez personas sentadas sobre las butacas. Antonio y Ana se sentaron en la fila número once. Las luces comenzaron a apagarse y el silencio inundó la sala.
A través de sus anteojos de marco grueso y color marrón, Antonio se permitía viajar al París del ‘68 y mezclarse con los personajes, en esa habitación afrancesada, despojada, habitada por dos cuerpos libidinosos.
Ana imaginaba con ser abrazada de ese modo, ser besada y desnudada con la mirada, tocar ese cuerpo desnudo bajo una luz de velador en medio de la noche. Demasiado platonismo juvenil rozaba su alma.
Al terminar el film, las luces iluminaron sus rostros. Antonio se levantó con gran rapidez, como si estuviese retrasado. Ana, en cambio, era de las que se quedaban hasta el final para leer con atención los créditos.
Cuando estaba por alcanzar el final de la escalera de entrada, ella detuvo la mirada en un papel que sobrevolaba e intentaba alejarse hacia la avenida. Corrió unos metros, guiada por el viento, hasta que un manotazo bastó para atraparlo entre sus manos. Con tinta azul y espesa, podía leerse una dirección, y más abajo (sobre el marco izquierdo)aparecía dibujado un mapa con cruces rojas en algunos puntos. Ana no pudo menos que recordar el libro de Bourdieu, donde el francés se había tomado el trabajo de realizar un análisis topológico, ver por qué barrios y calles circulaban Frédéric, Madame Arnoux y el resto de los personajes.
Por si acaso, Ana guardó el trozo de papel en su libro de notas y empezó a caminar en dirección a los bosques de Palermo. Llevaba consigo su cámara Nikon; nada automático, todo manual, una verdadera delicia.
Al iniciar la segunda cuadra, comenzó una lluvia delicada y suave como el terciopelo azul. Ana no llevaba paraguas (éste, luego de un percance, había sido enterrado en una glorieta de San Isidro), tampoco piloto. Empezó a correr, creyendo (como tantas otras personas) que si uno va más rápido, se moja menos. Al llegar a la zona del bosque, Ana se dedicó a enfocar la realidad, a retratarla, a contemplarla, haciendo el esfuerzo de recuperar el aura perdida. La gente se había ido. Ana estaba sola.

A Antonio le gustaba el olor del invierno; los árboles con hojas secas, el aroma a naftalina de los pullovers, las gotas de lluvia sobre la madera... Ana disfrutaba del invierno, pero del invierno sureño, con los hogares encendidos y la leña amontonada sobre un rincón.

Una mañana, se despertó sobresaltada. Ella estaba sumergida en una bañadera, vestida con delicada ropa interior de color blanco. Sobre la superficie flotaban diversos juguetes. El rostro de Ana se hallaba como desfigurado. De pronto aparecía en cuadro un niño con piel de durazno que se sumergía en el agua tibia junto a ella. Ambos se divertían en la diminuta bañadera, salpicándose con agua y tirándose de cabeza. Por momentos, Ana elegía tirarse de palito, lo que provocaba un gran encono por parte del pequeño. La bañadera se abría en dos, y el agua se fraguaba por entre la cerámica de color blanco. El cuerpo de Ana se volvía plastilina, se elongaba, las vértebras se hacían trizas. Se retorcía, se enroscaba, resplandecía, enmudecía y al rato sus gritos rajaban las paredes recién pintadas. La piel de fruta se desvanecía por el vapor, pero su aroma quedaba flotando sobre el ambiente, y al cabo de unos segundos se hundía con fuerza en el vientre de ella. Ana comenzaba a llorar y su sollozo se confundía con el tedioso sonido del despertador.

En verano, Ana renunció a su trabajo como editora. Antonio, a pesar del agotamiento, continuaba soportando la altanería y pedantería de su jefe bancario.

La ventana del living estaba abierta de par en par, el calor agobiante de un verano típicamente porteño. El gato de la vecina se posaba, como todas las mañanas, sobre el marco gastado de la ventana. Ana tomaba café negro (de cafetera italiana), ni tostadas, ni cereales ni, nada. Para Antonio, nada mejor que unos mates y el diario antes de partir a la locura incesante de los semáforos, las bocinas, los motores enardecidos y tantas otras cosas.

Un sábado, Ana echó un vistazo por debajo de la cama. Los libros, discos, apuntes viejos marcados con resaltador y revistas y diarios de otros años tapizaban el piso de madera de la habitación. Entre el polvo de los textos, Ana descubrió aquel trozo de papel que otrora había encontrado en alguna vereda de la ciudad. Lo miró, lo inspeccionó, lo observó nuevamente con una lupa vieja, lo dejó apoyado sobre la mesa ratona del living, lo dobló, después lo moldeó cual bollo, lo tiró al tacho de basura junto a la comida del día anterior, pero se arrepintió y terminó dejándolo reposar junto a la biblioteca.

En verano Antonio la dejó, o fue dejado, o se dejaron. No se sabe, nunca se sabrá. El trabajo en el banco duró hasta el mes de marzo. Decidió mudarse al barrio de Vicente López, sobre la calle Gaspar Campos. La casa era pequeña, de estilo antiguo, con un marcado aire francés (parisino sobre todo). Plenamente, Art Nouveau, como le gustaba a Antonio. Para la llegada del otoño, había logrado acomodarse como empleado en una biblioteca de la zona. La paga no era tan buena como la del banco, pero al menos en el nuevo trabajo podía tomar mate mientras clandestinamente leía algo de Cortázar, Artaud, Foucault, o cualquier otro autor de tinte intelectual (en lo posible francés).

Mayo, mes de, de algún año. Ana seguía sin trabajo. El cargo de editora no era algo que la apasionara. La fotografía, en cambio, estaba en un rincón, agazapada, como esperando salir de entre las sombras. Desde hacía varios años, Ana había logrado armar un decente libro de fotos, pero ante el temor de pasar a engrosar la lista de mediocres, Ana prefería mantener el más absoluto silencio respecto de su incipiente labor.

Antonio y Ana volvieron a cruzarse cerca del río. Ella llegó a la rivera con su cámara fotográfica, gracias al mapa dibujado en aquel papel viejo. Él simplemente estaba sentado en un banco, con un cuaderno sobre sus piernas y una birome enroscada en la boca.
Ana caminó los cien pasos en dirección al río, según las indicaciones del rudimentario mapa. Cuando dejó de avanzar, levantó la mirada, con el ojo sobre el visor, y apretó el botón. A su izquierda, aparecía un cuerpo esbelto, perdido entre el agua y el verde. Nuevamente, Ana posó su mirada sobre el visor, hizo zoom sobre ese otro cuerpo y disparó. Ella apenas podía ver la figura de un hombre, sentado sobre un banco, leyendo o escribiendo, con pantalones largos y saco.
Antonio intentaba terminar la maldita novela que había empezado hacía tres otoños. Pero era inútil. Desde lejos, veía la figura de un cuerpo esfumado entre el paisaje. Se trataba de una mujer, delgada y con el cabello despeinado. Llevaba colgada una cámara y tal vez una mochila. Antonio no estaba seguro. Ese cuerpo otro comenzaba a alejarse, Antonio no podía concentrar la mirada sobre su escrito, la birome se había desenroscado de su boca y había descendido hacia el césped. El viento le despeinaba el pelo, el cual se colaba entre el marco del anteojo. Ana estaba cada vez más lejos, y Antonio también. La novela aún iba por el cuarto capítulo. Quizás terminaría transformándose en un cuento, o una poesía, o un guión, o algo.
Antes de retirarse de la rivera, ella dejó al lado de un poste de luz, el rollo de negativos. Él, de regreso a la casa, se entretuvo observando los negativos. Le causaba gracia ver su tonto cuerpo entregado a la hoja.
Antonio se preguntaba por qué esa mujer había decidido fotografiarlo, por qué a él, a un extraño, un perfecto desconocido. Por qué habría de dejarle los negativos... Ana tampoco lo sabía. Hay momentos donde la teoría no vale, donde toda estructura racional cae desplomada y el alma se carga del más bello sentir.
Desde aquel invierno, las imágenes de su cuerpo y el río empapelaron la sala del living. Para cualquiera, hubiera podido ser un acto del más alto narcisismo, pero no para él. Le interesaba colocarse sobre la mirada de ella. ¿Qué es lo que había percibido allí? ¿Quién era ella? ¿Quién era el de la fotografía?

Durante esa estación, Antonio continuó escapando al río, no tanto para concluir su novela, sino más bien para salir a encontrarse con esa mujer de la cual nada sabía, o tal vez sí. Pero Ana nunca llegó. Nunca.


Para el Vendimiario, Ana había empezado sus primeros trabajos como fotógrafa para la revista La Maga. La imagen del hombre del río no se había esfumado, pero Ana era de las que creían en los encuentros casuales, no planeados, de modo que nunca volvió a la rivera.

Antonio temía que el destino de esa mujer haya sido similar al de Laura Avellaneda en aquella novela de Benedetti. Pero era típico de Antonio tener esos pensamientos trágicos. Ana jamás lo entendería.

Las hojas de los árboles pasean por la ciudad. Durante las mañanas, los cafés se llenan de abultados trajes, y los ojos sumisos se esconden bajo los titulares de los periódicos.
Los subtes y trenes y colectivos y taxis y autos, se llenan de cuerpos apurados, cansados por el trajín.
Desde las oficinas del centro, se escuchan teléfonos, dedos de maquinistas ágiles golpeando las yemas de sus dedos contra las teclas de una máquina gastada. El humo penetra por las narices de transeúntes desprevenidos y las radios matutinas se encuentran extasiadas de tanta información que desborda. La gente camina junto a ese gran falo, y al lado de todo eso, en las esquinas, debajo de un árbol muerto de sed, hay niños que ensayan parlamentos para comer.

Con el Brumario encima, ni Ana ni Antonio imaginaron que sus ojos se acariciarían en una marcha universitaria. Ella estaba registrando con su cámara la movilización de estudiantes y docentes. Él apenas pasaba por el lugar, esperanzado en que allí encontraría situaciones que despertaran su imaginación poética, o algo así. A la altura del Cabildo, Antonio la vio. Ella le dedicó una mirada dulce, pero fugaz. Él quiso perseguirla, pero la perdió entre la gente.

Ya en su casa, Antonio se tiró sobre el sofá, mientras bebía un White Russian bien helado. El aire denso del comienzo de la primavera se mezclaba con el aroma de las hierbas encendidas. Antonio pensaba que debía abandonar el texto y comenzar con otro género. Los policiales estaban vendiéndose bien en los diarios de grandes tiradas. El caso de María Marta García Belsunce había logrado tener su propia columna en el diario que promete soluciones. Aunque por momentos pensaba que quizás lo mejor sería sumergirse en la aventura fantasiosa de inventar un amor falso entre aquella mujer del río y él, el del cabello despeinado por el viento.

Ana estaba enamorada de Julio, pero el tiempo y el espacio no siempre juegan en la misma vereda. La tonta creía que podía tomarse unos tragos junto a Ossip, Babs, Horacio y escuchar jazz, y hablar de literatura, de tratados filosóficos, de lo bello de la ciudad durante el invierno, de eso... y de otras cosas por supuesto.
Ana quería saber quién era el del río. Antonio deseaba descubrirla, entrar por sus ojos, nadar un poco por su iris, dar vueltas en su ombligo y revolcarse como un chico entre su pecho. Ana en cambio no pensaba en esas cosas. Se conformaba con esa silueta de hoja y tinta.

Llegaba fin de año, navidad, los festejos, el champagne, las copas rotas, las tarjetas, las sonrisas, las nostalgias guardadas, la tristeza en los ojos, los abrazos, la familia, las reuniones, las fabulosas comidas de invierno pero en un clima de verano agobiante, el arbolito de navidad, la bota en la puerta con nieve de mentira, puf!

Ana no aguantó más, y un día se llevó todas sus cosas.

Antonio cada vez soportaba menos la ciudad, y también se fue.

Los dos se fueron, se escaparon. No... escapar no es el verbo. Decidieron vivir en otro lugar. ¡Eso es!

Ambos partieron un día 26 de diciembre. A él le tocó el piso de abajo, pegado al baño. Ella, como siempre, iba sentada en la parte del medio, (creyendo que en caso de accidente, sería más fácil escapar).
Recién se respiraron en Cipoletti. Ana había ido al bar a comprar un café. Antonio estaba en un banco de la estación de micros, fumando su último cigarrillo Gitanes. Antes de subir, él la reconoció. Tenía el pelo más corto, y el color estaba algo alterado, pero eso no fue motivo para desconocerla. Ella también recordó su rostro, y no pudo evitar deslizar una sonrisa.
Él la saludó, como si la conociera. Ella no pudo menos que devolverle el gesto. Se preguntaron la hora, hablaron del clima, y se quedaron callados. Cuando se quisieron acordar, vieron que el micro ya estaba en marcha, avanzando hacia la ruta. Empezaron a correr como dos locos, entre risas y gritos. Desde adentro del micro, los pasajeros parecían reírse, como disfrutando el espectáculo de dejar varados en el medio de la nada a dos pobres viajantes. A Ana le causaba gracia ver el cuerpo delgado de Antonio erguido frente al vehículo, vomitando palabras extrañas.


Antonio debía bajar en Bariloche, donde vivían sus tíos. Pasaría allí fin de año, y luego... luego, incertidumbre, palabras que olían a espesa duda.
Ana planeaba descender en El Bolsón, donde un amigo sociólogo la estaba esperando.

Antes de irse, Antonio le dejó la dirección de la cabaña donde pasaría el verano. Ella fingió estar dormida, pero disfrutó sentir esa mano tibia rozando su falda.


Las montañas estaban deliciosas, el viento soplaba frío, las hojas volaban sin destino, los lagos eran mares de lágrimas puras, el cielo se abrazaba con el agua verde y celeste, ninguna cámara podía abarcarlo todo, sólo los ojos de un pintor. Las casas regalaban olores a madera recién cortada, cocinas perfumadas con tortas caseras, sopas, frutos traídos del bosque, mermeladas y dulces. La gente se perdía en infinitos abrazos y cálidas palabras, rodeados por los cerros.

Para el fin del mes de enero, Antonio logró terminar su obra. La última página la había escrito en el bosque, con un perro lamiéndole la pierna derecha, y el lago frente a sus ojos. Faltaba un editor, pero sobraba tiempo.

Ana intentó acomodarse en la cabaña de duende de su amigo. No había colchones, ni mesa, ni sillas ni bidet. Pero había un altillo, libros de Weber y Durkheim, una pila de discos, y un hogar.

Se sabía que Ana no viajaría hacia el norte del sur. De todos modos, él la esperaba, descendiendo de un mini-bus color verde y blanco, con un manojo de valijas en sus manos y una cámara alrededor de su delgado cuello. Ella jugaba a delirar que una noche, por el sinuoso camino de tierra, aparecería caminando el hombre de pelo revuelto, el del cuaderno y la birome, el de los anteojos marrones, el que lanzaba dicterios incomprensibles para gentes comunes y que rozaba faldas de muchachas dormidas (o que pretendían estarlo...).

¿Hasta cuándo permanecerían en esas tierras con aroma a sur? ¿Cuándo volverían a verse? ¿Se encontrarían?

Cuando el color de las montañas se tornó blanco, los árboles perdieron sus formas y desaparecieron los verdes, rojos y naranjas, Ana creyó que era momento de partir de la Comarca. Su amigo había resuelto volver a Buenos Aires, por motivos de trabajo, con lo cual la cabaña debía ser abandonada.
Caminando por el centro de Bariloche, Ana decidió perderse en cada librería. Extrañaba el olor de las hojas, de la tinta recién impresa, del polvo anciano sobre las tapas de los libros. Se encontraba ávida de novedades literarias. Durante demasiado tiempo, había permanecido recluida en la casa con su amigo, tomando vinos, fumando cigarrillos armados con las manos curtidas por el frío, hablando de sus vidas, de lo que deseaban, de lo que aún quedaba por hacer, de los placeres, las angustias, de los poemas escritos perdidos en alguna noche gris.
Los textos se ofrecían en las vidrieras, como mercancías putrefactas, o en el mejor de los casos, como productos de góndola ansiosos de pasar por la caja registradora, como queriendo sentir placer ante el láser rojo y penetrante. Ni tres por uno, ni dos por diez, ni tres por quince. ¿Qué era de eso de manchar con capitalismo barato las líneas de un Flaubert?
Antonio también quiso perderse, una tarde, en las librerías del centro. Alucinaba con ver su obra, no reposando sobre un estante de roble, sino siendo leída por alguna mujer o algún hombre, en la esquina de un café, en el banco de una plaza o en una cama de dos plazas.

Él compró algunos libros de poesías. Ella se inclinó por un texto que exploraba las aventuras cinematográficas de Warhol.

Desde el otro lado del ventanal empañado, se veía el rostro de Antonio, con la boca abierta, atento al chocolate caliente que estaba a apunto de ingresar en su estómago. El humo del cigarrillo se le iba al cabello, y luego volaba hacia las mesas de atrás. Sobre la mesa, estaban desplegados los libros, aún con las etiquetas que indicaban el precio. Disfrutaba de ese momento, en el cual el objeto deja de ser ajeno, y comienza a incorporarse como parte de uno.
Sin saberlo, en la mesa de atrás, se sentó ella. También ordenó un chocolate caliente, como para aliviar el frío en los pies y las manos. Mientras el mozo realizaba el pedido, Ana colocó el libro de tapa dura sobre el mármol de la mesa. Lo abrió con cuidado, sus dedos apenas rozaban las hojas. A Ana le gustaba el perfume de lo nuevo, de lo virgen. Cada tanto, desviaba su mirada hacia el ventanal y se perdía entre los juegos de los niños en la plaza central. Tres niñas, junto a dos amigos, se divertían embocando la piedrita en el cielo y la tierra. Cuando la piedra se iba demasiado lejos, la más pequeña era la encargada de ir en busca de ella.
Cuando Antonio volvió del baño, Ana lo reconoció. Él estaba tan entusiasmado con la lectura poética, que ni la vio. Ella apretó sus muslos, como para prevenir que su sexo se cayera por la ventana. Allí estaba él, el que no tenía nombre, pero del cual suponía saber algo. El encuentro había sido casual, como le gustaba a ella. ¿Acaso debería hablarle? Antonio hizo un ademán para llamar la atención del mozo. Comenzaba a oscurecer y ya las primeras estrellas se colaban en el cielo. Ana dudaba entre varias alternativas: tocarle la espalada, saludarlo con aire de sorprendida, preguntarle la hora, esconder su rostro detrás del libro... Cuando el mozo trajo la cuenta, Ana aprovechó para acercarse a su mesa. Lo miró intensamente y lo abrazó. Ninguna palabra pudo salir de su boca. Una lágrima rodó por su cara hasta empapar el saco de Antonio.

Se sentaron sobre unos almohadones cerca del fuego. Abrieron una botella de vino y dejaron los libros por ahí tirados. Él la tocaba con los ojos, ella lo sentía con el pubis; él la desnudaba con los labios, ella se dejaba penetrar por los muslos; él la acariciaba con el pelo, ella lo dejaba jugar en sus médanos de arena; no se cansaron de observarse, de espiarse todo el cuerpo, de rozarse, envolverse y finalmente desenroscarse.
¿Quién diría la primera palabra? ¿Había que hablar? El silencio era suyo esa noche.
Durmieron juntos, en la misma cama, con las sábanas raídas y olor a leña. Antonio la abrazó durante toda la noche, y ella se dejó.

Ana se encargó de preparar el café, mientras Antonio ponía a calentar agua para el mate.
- Me llamo Ana, dijo ella –y se echó a reír-.
- Yo soy el del río, el de la marcha en la plaza de Mayo, el del micro. Soy Antonio, y escribo.
Los dos comenzaron a reírse, cada vez más fuerte, revolcándose en el piso, con las piernas para arriba y los brazos extendidos, como volando sobre una nube de bichitos bolita.

Al momento de hablar, Ana se propuso ser cauta, medir sus palabras, controlar el aliento. Decir hasta acá, no hasta allá. Antonio en ese sentido era su antítesis. Nada le importó tomar media mañana para hacer comentarios acerca de su novela, de su paso por la docencia como profesor idealista de literatura, de su frustrado trabajo como empleado de banco, de la monotonía alienante de la ciudad, de la ciudad.

Sus cuerpos, sus rostros, sus ojos, sus espaldas, hombros y caderas se colaron por entre las montañas. El aire de Buenos Aires era extraño a sus sentidos. El sur estaba allí, para ellos, para los recién llegados, los de siempre, los viajantes fortuitos, los de ahora, los de antes, los que vendrían.






Blanc


El blanco se detuvo frente al otro blanco
Fueron dos blancos encadenados
Se fundieron en un blanco mayor
De ese blanco dimensional se llegó a la nada del blanco
La nada del blanco no pudo detenerse
Estalló contra un blanco vidrio de cristal
Y los pedacitos cayeron en el vaso de leche recién servida


Fugas



Ojos que se fugan hacia adelante, reflejos difusos
Una mirada apoyada en esos otros ojos
Frío penetrante, como el metal de un facón clavado en la carne fría y húmeda
El temblor de dos cuerpos asustados,
Palabras que se fraguan por oídos cansados
Eternos abrazos que calman el dolor
Atrás... la música del flaco, el ser y la nada, la la la
Ese instante, ese minuto, ese segundo, esa intersección,
El momento equivocado en el espacio errado.
Cosa del destino, extrañas coincidencias,
malos presagios naufragando en un frasco sin agua...