Se acerca. Despacio. Despliega al aire palabra bellas que intentan rozar lo poético. Todo va bien. Muy bien. Mensaje un sábado por la tarde. Luego, días de ausencia. A la semana, vuelve a aparecer. Promesas de noche de copas rosadas, de brisa acariciando las mejillas, de escucha de discos y más. A veces pasa. Pasa. Eso. Sólo a veces. Dice uno de los cuadritos que cuelgan en una de las paredes de su departamento de niño burgués con aires de bohemia. El espejo lo captura y lo contiene. No puede ver más allá de él. Demasiado amor propio. Es un poco mujer cuando ama y hace el amor. Juega al acto sexual. Sólo juega porque no puede acabar aquello que comenzó. Es como esas mujeres limitadas y previsibles. El temor absoluto a ser descubierto lo transforma en un hombre de nadie. Vacío de mar, de aliento, de cuerpo. Un nadie vacilante, gris, que escapa a la mirada de ella. La otra. Las otras. Las que están. Las que vendrán. Él es máscara de barro, cartón corrugado, cuya existencia se repliega ante la primera gota de lluvia derramada. Aparece. Desaparece. Aparece a medias, como soldado temerario atrincherado en medio de una guerra inútil, ante un enemigo que no existe. La humanización de su perro arrasa, de modo fulminante, con su instinto animal de supervivencia. ¿Acaso la histeria sólo le pertenece al universo femenino? Él quiere gozar, gemir, gritar de placer, pero no puede. Demasiado amor propio. Su metamorfosis compulsiva lo convierte en un hombre de múltiples rostros. Si alguna mujer quisiera desterrarlo de ese lugar, cometería un error. Como Henry Lucas, para él la verdadera perversión es la monogamia. Su nomadismo noctámbulo lo transforma en un nadie que vaga en nubes de fantasía erótica y procura eliminar cualquier huella incriminatoria. Ser otro, siempre en otro lugar. Estar en su casa y en las camas de todas las mujeres de la ciudad, cambiar frenéticamente de lugar las obras de arte, coleccionar cientos de plantitas de variadas especies, reclutar los más insignificantes objetos callejeros, trasladarse mediante mensajes de texto que desbordan de lugares comunes, son respuestas inventadas a fantasmas no resueltos de la infancia. Su teléfono celular, su correo electrónico y su mensajero virtual son sus medios de captura y administración de afectos. Su capital afectivo se condensa en infinitas listas de contactos, nicks y direcciones. Los contactos se mensajean, se excitan, se rechazan, se atraen, se atienden. Él juega a ser ella. Él quiere ser histérico como ella. Por momentos le sale. Por momentos no. Si la otra aparece, él desaparece. Su departamento se ha convertido en una gran escenografía donde los afectos desfilan ordenadamente. Él no quiere estar limpio, porque eso implicaría purgarse. ¿Cuánta agua habrá en una gota de lluvia? preguntaba él cuando niño. Atrás quedó la sensibilidad verdadera. Hoy, prótesis de vestimenta y frases alquiladas recaen sobre alas que pretenden volar alto, pero que (hace tiempo) han iniciado un viaje cuesta abajo, sin escalas.