- Las inscripciones terminaron hace una hora. Lo siento –sentenció la empleada estatal con ese aire cansino de un jueves ya a punto de terminar.
Frau M había salido a las 6.15 pm de su trabajo. Había viajado por casi una hora y disfrutado de una profunda siesta de invierno. Esos dormitares tan exquisitos que sólo se dan a bordo de un bus, donde la cabeza insiste en amenazar a la ventanilla con golpes abruptos, donde el acompañante suele verse acechado por la inclinación impetuosa del cuerpo durmiente; y la boca se ve tentada de expulsar sus fluidos. Y la vergüenza. Siempre. La mirada que procura disculparse con el viajante vecino por tan insolente comportamiento, pero tan cotidiano al fin –como espiar la lectura de diarios y libros ajenos-.
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A la altura de Medrano y Corrientes, Frau M despertó. Era el punto exacto de la ciudad donde debía hacer su combinación con la línea B.
- ¡La memoria, la historia, el olvido! –exclamó con asombrosa seguridad un hombre de unos cuarenta y cinco años.
Ella se quitó los auriculares, mientras cruzaba la avenida Corrientes.
- ¿Perdón? –respondió.
- -La memoria, la historia, el olvido –volvió a decir el hombre.
- Sí, Ricoeur –dijo ella sorprendida.
- Soy librero. Me gusta ver los lomos de los libros que lee la gente. Es una forma de meterme en sus vidas.
Ella lo miraba en silencio.
- ¿Seguís unas cuadras? –replicó el hombre con una sonrisa cómplice de paseante urbano porteño.
- No, yo me tomo el subte. Doblo acá.
Se despidieron. Ella le deseó suerte. Pero se quedó con las ganas y la intriga de haber seguido unas cuadras más junto al hombre que espiaba lomos.
Sólo faltaban diez minutos para llegar a la estación Callao y dos cuadras hasta el Centro de Inscripciones.
Antes de entrar, siguió unos pasos más para ver el Cosmos, ahora cerrado con rejas. Oscuro y con pegatinas. Inevitable no recordar aquella vez, hace varios años, donde había asistido a una función de un film sobre la vida de “el hombre más alto del mundo, con los ojos separados como los de un novillo”. En esa salita privada, de silloncitos de living ochentoso, con olor a naftalina. Esas funciones de mediodía, donde alguien decide meterse en la oscuridad y salirse –aunque tan sólo sea por dos horas- de… De eso, de todo lo que es horrible y agobia.
Después de la rememoración, sobrevino nuevamente la realidad y Frau M ingresó al edificio. Tomó el ascensor junto a dos chicas. Erróneamente se bajó en el segundo piso, lo que la obligó a tener que subir a pie los escalones que faltaban.
Cuando llegó, la tesorería estaba cerrada. Las luces, a medio encender. En el interior de las oficinas se veía a una mujer barriendo, desganada, con el pelo teñido tapándole la mitad del rostro arrugado.
- Disculpe, venía a anotarme a uno de los cursos –pronunció Frau M con un tono culposo.
- Las inscripciones terminaron hace una hora. Lo siento.
¿Qué importó?
El viaje al centro culminó en una escucha adicta de discos en Zivals y una lágrima en jarrito –en vaso de vidrio, claro-.